Foto: Carlos Luna / Flickr (Licencia Creative Commons)
Hace algún un tiempo asumí una posición política: escaparía poco a poco de las fauces extractivistas de Google. Comencé por el navegador, me mudé de Google Chrome a Firefox; cuando una página o herramienta no abre ahí, acudo a Chromium, que es una versión abierta del navegador más popular. Luego, dejé el buscador de Google por Duckduckgo, que te recibe con el mensaje “Friends Don’t Let Friends Get Tracked!”. Después, abandoné Gmail y abrí una cuenta en Protonmail, cuyo lema es “Secure email that protects your privacy”. En consecuencia, cambié todas mis credenciales de acceso a diversas aplicaciones en las que utilizaba el correo de Google para ingresar. El siguiente paso fue transferir mis archivos de Google Drive a un cliente de NextCloud, donde aseguran que tus datos están en el servidor administrado por ti, “en lugar de flotar en algún lugar de la nube”. Si quiero trabajar en el disco duro de mi computadora, utilizo LibreOffice.
Sin embargo, mañana inevitablemente abriré Google Maps para no perderme y, sobre todo, para calcular la mejor ruta, la más rápida en una ciudad tan saturada y caótica como Guadalajara. Hace unos días descargué las lecturas de mis clases desde Google Drive. Además, mi teléfono móvil Android está estrechamente vinculado a Google, tanto que ni siquiera puedo borrar todas las aplicaciones del gigante de Palo Alto, que vienen preinstaladas sin que nadie me preguntara antes. Hay más. Por cuestiones financieras, hace tiempo compré la tablet más barata del mercado, una fabricada por Lenovo pero con un sistema operativo diseñado por Google. Tampoco he podido cerrar mi antiguo blog (Blogger) alojado en una granja de datos de Google porque no recuerdo ni he podido recuperar mi contraseña. Finalmente, debo confesar, sigo enganchado a YouTube para escuchar música y noticieros. Así que no, no he podido escapar de Google y, en cambio, sólo he complicado mi vida digital. Y casi me he resignado a ello.
La posición política que adquirí se debe al reconocimiento del carácter extractivista de Google. Ya no deseaba formar parte del inmenso ejército de trabajadores sin paga que alimentan la compañía norteamericana. “Google parece ofrecernos todo rápido, fácil y a bajo costo. Pero nada realmente significativo es rápido, fácil ni barato”, dice el historiador cultural y especialista en medios Vaidhyanathan. Es común entre los activistas digitales la frase “si es gratis, pagas con tus datos”. Ese es justo el modelo de Google. Te hace creer que te ofrece de manera gratuita un correo electrónico, un procesador de textos en línea, una herramienta para diseñar presentaciones, un buscador de sitios de Internet rápido y eficiente, un mapa con cualquier rincón y calle de tu ciudad, un directorio de comercios que, además, están calificados. Son muchas necesidades cubiertas, y de manera cómoda. A cambio, le damos algo casi imperceptible para nosotros: nuestros hábitos y deseos, que luego la compañía vende a los anunciantes.
Como nos invita Vaidhyanathan, es necesario reflexionar sobre la “googlización” de la vida. Cada rincón, desde la ventana de nuestras casas hasta el tecleo de nuestro teléfono móvil, pasando por nuestro desplazamiento por la ciudad, está registrado y almacenado por Google con fines comerciales. “La fe ciega en Google es peligrosa, debido a que esta compañía es muy buena en lo que hace y a que impone sus reglas” (2012, p. 22). Nuestra percepción del mundo está mediada por los servidores y algoritmos de Google. Cada búsqueda y cada resultado es una construcción “de lo que existe”. Cada video en YouTube es una prueba “de cómo es aquello que existe”. Cada recomendación, cada enlace, pagada o no, es una garantía “sobre qué debe importarnos de aquello que existe”. El territorio digital, enlazado al territorio analógico, está trazado por lo que Vaidhyanathan (2012) llama “imperialismo infraestructural”. Hay centros de poder, nodos gigantes y pesados, por los que deben circular los flujos culturales. Uno de ellos, si no es que el más grande, es Google.
Las corporaciones tecnológicas participan de la definición de lo público por su “imperialismo infraestructural”, por su poder para organizar Internet, por su capacidad de extracción de datos y de vigilancia, pero también por su papel en la producción y reproducción de desigualdades económicas globales. La separación de “real” y lo “virtual” pierde vigencia como ejercicio analítico no sólo por los flujos simbólicos, sino también por las materialidades afectadas. Un servidor de Google es un enorme nodo por dónde transitan construcciones de sentido, pero además relaciones de poder, reproducciones de desigualdades, concentraciones económicas y redefiniciones de lo que es público y privado.
Pero Vaidhyanathan mismo llama a no ser apocalíptico (aunque utiliza otras palabras) y a reconocer que hay problemas que Google nos ha resuelto, y lo ha hecho bien. Desde mi punto de vista, es correcto ese llamado, pero por otras razones. Dicho de otra manera, debemos evitar el tecnonihilismo a pesar de Google y del pequeñísimo conjunto de empresas tecnológicas que dominan la infraestructura de Internet. Google no lo es todo en la superficie de inscripción digital donde se negocia el “yo”. Ni la extracción de datos es el único proceso que ocurre en ella. Es imposible negar la vigilancia y la emergencia del “sujeto googlizado”, como lo llama Vaidhyanathan, pero no es la única dimensión ni el único proceso
Pensar en Internet y las compañías que lo sostienen como las destructoras de las culturas, es un tanto como volver al debate de la destrucción de la inteligencia y la cultura libresca por la aparición de la televisión. Ni la televisión terminó con los libros, ni los procesos de comunicación masiva fueron lineales ni unicausales. Hay un proceso de negociación del sentido entre los medios y los sujetos. En ese sentido -y sin dejar de reconocer la lógica de la economía política de Internet ni las transformaciones socioculturales-, no podemos cometer afirmaciones rústicas que vean en Google el gran ogro que con unas líneas de código de programación va a controlar a los sujetos a su antojo.
Fuente
Vaidhyanathan, S. (2012). La Googlización de todo (y por qué deberíamos preocuparnos). Océano.